lunes, 23 de abril de 2012

EL DIOS DE LOS IMPERFECTOS




“Nadie es perfecto”, decimos con justa razón. Pero hombres y mujeres de toda edad y condición social, religioso o indiferente (agnóstico y ateo) han sido educados, formados y dirigidos para ser perfectos. A través de la familia, del colegio, de los ambientes de la Iglesia o de los movimientos, los clubes sociales y deportivos, etc. A esta exaltación de la excelencia, la calidad y la perfección se suma el ambiente de competitividad; que solo el que es brillante tiene un puesto seguro y privilegiado en la sociedad. Todo ello viene a provocar en muchas personas una sensación de fracaso y desaliento, pues “entre el ideal real de perfección y nuestra imperfección real, con sus límites y deficiencias, se originan conflictos que con frecuencia son traumáticos”

Ante esta situación que es crítica y tiránica, y que sin duda afecta existencialmente al hombre, surge una  respuesta consoladora y liberadora. Esta se encuentra en Jesús, “Revelador del rostro humanísimo de Dios, cercano y entrañable, que, con su amor singular, fundamenta en nosotros la más sana autoestima, por imperfectos que seamos; que libera nuestro amor para amar sin falsedades ni mentiras, y potencia las mejores posibilidades de nuestra imperfecta condición humana.
El camino para ser liberado del ansia de la perfección está en Jesús, que nos ayuda aceptarnos tal y cueles somos. Esto no quiere decir pasividad en los vicios y pecados, al contrario, disposición y docilidad a la acción del Espíritu, que lleva de la muerte a la vida, de la miseria a la alegría de sentirse ayudado y sostenido por Cristo.

Thomas Merton escribió en su Diario: “Nunca cumpliré mi obligación de superarme a mí mismo si antes no me acepto a mí mismo. Y si me acepto plenamente a mí mismo de forma correcta, sin falsearme en nada y sin admitir alguna hipocresía, ya me habré superado a mí mismo. Porque es mi yo rechazado el que se alza en mi camino y continuará haciéndolo hasta que, finalmente, sea aceptado”. Cuando el hombre se da cuenta de su nada, es cuando Dios empieza a obrar en el. “Lo que en nosotros crea la posibilidad real de que Dios nos llene de amor no son nunca nuestros méritos; siempre es nuestra precariedad, nuestra imperfección, nuestro pecado, el abismo de nuestra necesidad y nuestra debilidad. Ese abismo lo llena de fuerza el Espíritu de amor de Dios; de fuerza, para saber ser débil y ser así instrumento de su amor gratuito”.
En definitiva, no importa la perfección, sino el amor. Aun siendo imperfectos, sepámonos amados y humanizados en la humanidad de Jesús, para amar como Él con su Espíritu[1].      


[1] Apoyado en la obra de Teófilo Cabestrero: “El Dios de los imperfectos”